En ese tiempo remoto, yo era muy joven y vivía con mis abuelos en una quinta de paredes
blancas de la calle Ocharán, en Miraflores. Estudiaba en San Marcos, Derecho, creo,
resignado a ganarme más tarde la vida con una profesión liberal, aunque, en el fondo, me
hubiera gustado más llegar a ser un escritor. Tenía un trabajo de título pomposo, sueldo
modesto, apropiaciones ilícitas y horario elástico: director de Informaciones de Radio
Panamericana. Consistía en recortar las noticias interesantes que aparecían en los diarios y
maquillarlas un poco para que se leyeran en los boletines. La redacción a mis órdenes era un
muchacho de pelos engomados y amante de las catástrofes llamado Pascual. Había boletines
cada hora, de un minuto, salvo los de mediodía y de las nueve, que eran de quince, pero
nosotros preparábamos varios a la vez, de modo que yo andaba mucho en la calle, tomando
cafecitos en la Colmena, alguna vez en clases, o en las oficinas de Radio Central, más
animadas que las de mi trabajo.
Las dos estaciones de radio pertenecían al mismo dueño y eran vecinas, en la calle
Belén, muy cerca de la Plaza San Martín. No se parecían en nada. Más bien, como esas
hermanas de tragedia que han nacido, una, llena de gracias y, la otra, de defectos, se
distinguían por sus contrastes. Radio Panamericana ocupaba el segundo piso y la azotea de un
edificio flamante, y tenía, en su personal, ambiciones y programación, cierto aire
extranjerizante y snob, ínfulas de modernidad, de juventud, de aristocracia. Aunque sus
locutores no eran argentinos (habría dicho Pedro Camacho) merecían serlo. Se pasaba mucha
música, abundante jazz y rock y una pizca de clásica, sus ondas eran las que primero
difundían en Lima los últimos éxitos de Nueva York y de Europa, pero tampoco desdeñaban
la música latinoamericana siempre que tuviera un mínimo de sofisticación; la nacional era
admitida con cautela y sólo al nivel del vals. Había programas de cierto relente intelectual,
Semblanzas del Pasado, Comentarios Internacionales, e incluso en las emisiones frívolas, los
Concursos de Preguntas o el Trampolín a la Fama, se notaba un afán de no incurrir en
demasiada estupidez o vulgaridad. Una prueba de su inquietud cultural era ese Servicio de
Informaciones que Pascual yo alimentábamos, en un altillo de madera construido en la azotea,
desde el cual era posible divisar los basurales y las últimas ventanas teatinas de los techos
limeños. Se llegaba hasta él por un ascensor cuyas puertas tenían la inquietante costumbre de
abrirse antes de tiempo.
Radio Central, en cambio, se apretaba en una vieja casa llena de patios y de vericuetos, y
bastaba oír a sus locutores desenfadados y abusadores de la jerga, para reconocer su vocación
multitudinaria, plebeya, criollísima. Allí se propalaban pocas noticias y allí era reina y señora
la música peruana, incluyendo a la andina, y no era infrecuente que los cantantes indios de los
coliseos participaran en esas emisiones abiertas al público que congregaban muchedumbres,
desde horas antes, a las puertas del local. También estremecían sus ondas, con prodigalidad, la
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La Tia Julia y el Escribidor Mario Vargas Llosa
música tropical, la mexicana, la porteña, y sus programas eran simples, inimaginativos,
eficaces: Pedidos Telefónicos, Serenatas de Cumpleaños, Chismografía del Mundo de la
Farándula, el Acetato y el Cine. Pero su plato fuerte, repetido y caudaloso, lo que, según todas
las encuestas, le aseguraba su enorme sintonía, eran los radioteatros.
Pasaban media docena al día, por lo menos, y a mí me divertía mucho espiar a los
intérpretes cuando estaban radiándolos: actrices y actores declinantes, hambrientos,
desastrados, cuyas voces juveniles, acariciadoras, cristalinas, diferían terriblemente de sus
caras viejas, sus bocas amargas y sus ojos cansados. "El día que se instale la televisión en el
Perú no les quedará otro camino que el suicidio", pronosticaba Genaro-hijo, señalándolos a
través de los cristales del estudio, donde, como en una gran pecera, los libretos en las manos,
se los veía formados en torno al micro, dispuestos a empezar el capítulo veinticuatro de "La
familia Alvear". Y, en efecto, qué decepción se hubieran llevado esas amas de casa que se
enternecían con la voz de Luciano Pando si hubieran visto su cuerpo contrahecho y su mirada
estrábica, y qué decepción los jubilados a quienes el cadencioso rumor de Josefina Sánchez
despertaba recuerdos, si hubieran conocido su papada, sus bigotes, sus orejas aleteantes, sus
várices. Pero la llegada de la televisión al Perú era aún remota y el discreto sustento de la
fauna radioteatral parecía por el momento asegurado.
Siempre había tenido curiosidad por saber qué plumas manufacturaban esas seriales que
entretenían las tardes de mi abuela, esas historias con las que solía darme de oídos donde mi
tía Laura, mi tía Olga, mi tía Gaby o en las casas de mis numerosas primas, cuando iba a
visitarlas (nuestra familia era bíblica, miraflorina, muy unida), Sospechaba que los
radioteatros se importaban, pero me sorprendí al saber que los Genaros no los compraban en
México ni en Argentina sino en Cuba. Los producía la CMQ, una suerte de imperio
radiotelevisivo gobernado por Goar Mestre, un caballero de pelos plateados al que alguna vez,
de paso por Lima, había visto cruzar los pasillos de Radio Panamericana solícitamente
escoltado por los dueños y ante la mirada reverencial de todo el mundo. Había oído hablar
tanto de la CMQ cubana a locutores, animadores y operadores de la Radio –para los que
representaba algo mítico, lo que el Hollywood de la época para los cineastas– que Javier y yo,
mientras tomábamos café en el Bransa, alguna vez habíamos dedicado un buen rato a
fantasear sobre ese ejército de polígrafos que, allá, en la distante Habana de palmeras, playas
paradisíacas, pistoleros y turistas, en las oficinas aire acondicionadas de la ciudadela de Goar
Mestre, debían de producir, ocho horas al día, en silentes máquinas de escribir, ese torrente de
adulterios, suicidios, pasiones, encuentros, herencias, devociones, casualidades y crímenes
que, desde la isla antillana, se esparcía por América Latina, para, cristalizado en las voces de
los Lucianos Pandos y las Josefinas Sánchez, ilusionar las tardes de las abuelas, las tías, las
primas y los jubilados de cada país.
Genaro-hijo compraba (o, más bien, la CMQ vendía) los radioteatros