sábado, 24 de febrero de 2018

Faulkner Vargas LLOSA

Es bien sabido que son muchas las generaciones de escritores que han tenido como maestros a Gustave Flaubert y a William Faulkner, entre muchos otros grandes escritores, claro está, que han marcado los cánones de la novela. Vargas Llosa no ha sido la excepción y los reconoce como maestros.
El escritor peruano, desde su juventud, bebió toda la obra de Flaubert y de Faulkner, incluyendo cartas y todo lo que salió de sus plumas. Mario sabía que en estos dos escritores estaba una gran escuela para lograr hacer alta literatura. Él mismo ha dicho que los leía con papel y lápiz en mano para descubrir los engranajes de esas maravillosas obras.
Flaubert y Faulkner tienen sus novelas dotadas de técnica, estructura y engranajes perfectos con los que hicieron de sus historias obras maestras. Manejaron el punto de vista de sus personajes con una genialidad única.
Toda esa enseñanza es de la que se alimentó Mario. (Estamos hablando de dos influencias importantes en él, no quiere decir que las únicas, claro está). Filtró toda esa escuela a través de sus poros, su trabajo riguroso, sus innumerables lecturas. Fundió lo aprendido con su visión acerca del mundo y la novela. El resultado fue que un escritor de talento había conseguido hacer obras maestras, de genialidad.
No son carreras de caballos. No importa quién es mejor. Cada uno es mejor. Pero en ocasiones tampoco es negativo decirlo: el alumno ha superado a sus maestros. Lo digo con conocimiento de causa. He estudiado y analizado técnicas y estructuras semejantes entre los dos maestros y el alumno Vargas. Mario no los ha copiado. Ha hecho suyo el aprendizaje y lo ha ejecutado a favor de la historia, que en muchas ocasiones funciona mejor que en sus maestros Flaubert y Faulkner. En Vargas Llosa la técnica y las formas están al servicio de la novela como siervas. Cualquier genialidad está en función a que la historia tenga poder de persuasión y todo se funda en una misma cosa, de modo que olvidamos que es ficción lo que estamos leyendo. Claro que Faulkner y Flaubert lo logran también. Lo que quiero decir es que Mario, a mi criterio, lo logra más ampliamente, totalmente. Podría probarlo y explicarlo; desmenuzando específicamente capítulos, técnicas y estructuras, y después viéndolos como lo que son: una totalidad. Con una variación de libros y combinaciones puedo dar muchos ejemplos. Pero me bastan tres obras si tuviera que dar una muestra para analizar e investigar: Madame Bovary, El ruido y la furia, Conversación en La Catedral.
Finalmente, nadie mejor que nadie. Los tres son maestros. Así como no se puede pensar que un aspirante a escritor descarte la lectura de Faulkner y Flaubert, Vargas Llosa desde hace tiempo está entre esos escritores indispensables para los que pretenden hacer gran literatura.   Ahora bien, dicho todo lo anterior, estoy listo para ser fusilado. Pero sé que la historia de la literatura respaldará mi atrevimiento.

La tia julia y el Escribidor

En ese tiempo remoto, yo era muy joven y vivía con mis abuelos en una quinta de paredes blancas de la calle Ocharán, en Miraflores. Estudiaba en San Marcos, Derecho, creo, resignado a ganarme más tarde la vida con una profesión liberal, aunque, en el fondo, me hubiera gustado más llegar a ser un escritor. Tenía un trabajo de título pomposo, sueldo modesto, apropiaciones ilícitas y horario elástico: director de Informaciones de Radio Panamericana. Consistía en recortar las noticias interesantes que aparecían en los diarios y maquillarlas un poco para que se leyeran en los boletines. La redacción a mis órdenes era un muchacho de pelos engomados y amante de las catástrofes llamado Pascual. Había boletines cada hora, de un minuto, salvo los de mediodía y de las nueve, que eran de quince, pero nosotros preparábamos varios a la vez, de modo que yo andaba mucho en la calle, tomando cafecitos en la Colmena, alguna vez en clases, o en las oficinas de Radio Central, más animadas que las de mi trabajo. Las dos estaciones de radio pertenecían al mismo dueño y eran vecinas, en la calle Belén, muy cerca de la Plaza San Martín. No se parecían en nada. Más bien, como esas hermanas de tragedia que han nacido, una, llena de gracias y, la otra, de defectos, se distinguían por sus contrastes. Radio Panamericana ocupaba el segundo piso y la azotea de un edificio flamante, y tenía, en su personal, ambiciones y programación, cierto aire extranjerizante y snob, ínfulas de modernidad, de juventud, de aristocracia. Aunque sus locutores no eran argentinos (habría dicho Pedro Camacho) merecían serlo. Se pasaba mucha música, abundante jazz y rock y una pizca de clásica, sus ondas eran las que primero difundían en Lima los últimos éxitos de Nueva York y de Europa, pero tampoco desdeñaban la música latinoamericana siempre que tuviera un mínimo de sofisticación; la nacional era admitida con cautela y sólo al nivel del vals. Había programas de cierto relente intelectual, Semblanzas del Pasado, Comentarios Internacionales, e incluso en las emisiones frívolas, los Concursos de Preguntas o el Trampolín a la Fama, se notaba un afán de no incurrir en demasiada estupidez o vulgaridad. Una prueba de su inquietud cultural era ese Servicio de Informaciones que Pascual yo alimentábamos, en un altillo de madera construido en la azotea, desde el cual era posible divisar los basurales y las últimas ventanas teatinas de los techos limeños. Se llegaba hasta él por un ascensor cuyas puertas tenían la inquietante costumbre de abrirse antes de tiempo. Radio Central, en cambio, se apretaba en una vieja casa llena de patios y de vericuetos, y bastaba oír a sus locutores desenfadados y abusadores de la jerga, para reconocer su vocación multitudinaria, plebeya, criollísima. Allí se propalaban pocas noticias y allí era reina y señora la música peruana, incluyendo a la andina, y no era infrecuente que los cantantes indios de los coliseos participaran en esas emisiones abiertas al público que congregaban muchedumbres, desde horas antes, a las puertas del local. También estremecían sus ondas, con prodigalidad, la 6 La Tia Julia y el Escribidor Mario Vargas Llosa música tropical, la mexicana, la porteña, y sus programas eran simples, inimaginativos, eficaces: Pedidos Telefónicos, Serenatas de Cumpleaños, Chismografía del Mundo de la Farándula, el Acetato y el Cine. Pero su plato fuerte, repetido y caudaloso, lo que, según todas las encuestas, le aseguraba su enorme sintonía, eran los radioteatros. Pasaban media docena al día, por lo menos, y a mí me divertía mucho espiar a los intérpretes cuando estaban radiándolos: actrices y actores declinantes, hambrientos, desastrados, cuyas voces juveniles, acariciadoras, cristalinas, diferían terriblemente de sus caras viejas, sus bocas amargas y sus ojos cansados. "El día que se instale la televisión en el Perú no les quedará otro camino que el suicidio", pronosticaba Genaro-hijo, señalándolos a través de los cristales del estudio, donde, como en una gran pecera, los libretos en las manos, se los veía formados en torno al micro, dispuestos a empezar el capítulo veinticuatro de "La familia Alvear". Y, en efecto, qué decepción se hubieran llevado esas amas de casa que se enternecían con la voz de Luciano Pando si hubieran visto su cuerpo contrahecho y su mirada estrábica, y qué decepción los jubilados a quienes el cadencioso rumor de Josefina Sánchez despertaba recuerdos, si hubieran conocido su papada, sus bigotes, sus orejas aleteantes, sus várices. Pero la llegada de la televisión al Perú era aún remota y el discreto sustento de la fauna radioteatral parecía por el momento asegurado. Siempre había tenido curiosidad por saber qué plumas manufacturaban esas seriales que entretenían las tardes de mi abuela, esas historias con las que solía darme de oídos donde mi tía Laura, mi tía Olga, mi tía Gaby o en las casas de mis numerosas primas, cuando iba a visitarlas (nuestra familia era bíblica, miraflorina, muy unida), Sospechaba que los radioteatros se importaban, pero me sorprendí al saber que los Genaros no los compraban en México ni en Argentina sino en Cuba. Los producía la CMQ, una suerte de imperio radiotelevisivo gobernado por Goar Mestre, un caballero de pelos plateados al que alguna vez, de paso por Lima, había visto cruzar los pasillos de Radio Panamericana solícitamente escoltado por los dueños y ante la mirada reverencial de todo el mundo. Había oído hablar tanto de la CMQ cubana a locutores, animadores y operadores de la Radio –para los que representaba algo mítico, lo que el Hollywood de la época para los cineastas– que Javier y yo, mientras tomábamos café en el Bransa, alguna vez habíamos dedicado un buen rato a fantasear sobre ese ejército de polígrafos que, allá, en la distante Habana de palmeras, playas paradisíacas, pistoleros y turistas, en las oficinas aire acondicionadas de la ciudadela de Goar Mestre, debían de producir, ocho horas al día, en silentes máquinas de escribir, ese torrente de adulterios, suicidios, pasiones, encuentros, herencias, devociones, casualidades y crímenes que, desde la isla antillana, se esparcía por América Latina, para, cristalizado en las voces de los Lucianos Pandos y las Josefinas Sánchez, ilusionar las tardes de las abuelas, las tías, las primas y los jubilados de cada país. Genaro-hijo compraba (o, más bien, la CMQ vendía) los radioteatros 

Mario y su Tia

POLÉMICA

Novedad editorial

El escándalo que ha perseguido a todas las relaciones de Mario Vargas Llosa

Mario y Julia (en la foto, sentada) se casaron cuando él tenía 19 años y se instalaron en París. La unión duró nueve años y ella le ayudó en su carrera. AFP
Su relación con la tía Julia provocó el enfado familiar. Un libro recuerda la relación más polémica del Nobel
"Hijito, cholito, amor mío, qué te han hecho, qué ha hecho contigo esa mujer, esa vieja, esa abusiva, esa divorciada". Esas fueron las primeras palabras que le dijo a Mario Vargas Llosa su madre, Dora Llosa Ureta, cuando supo que se había casado en secreto con Julia Urquidi Illanes, la hermana de su cuñada. Él tenía 19 años; ella, 29. La historia (o una parte de ella), la contó el propio Vargas Llosa en su novela La tía Julia y el escribidor, en la que apenas alteró hechos y lugares. Sí modificó, en cambio, las edades de ambos, quizá en un intento de agrandar más la diferencia de edad y hacer más creíble la feroz oposición familiar a la primera relación seria del escritor. Porque al muy amplio clan de los Llosa y sobre todo a Ernesto Vargas, padre de Mario, quien le dio una educación muy estricta, lo que les sentó peor no fue el parentesco entre ellos (al fin y al cabo político), sino que ella fuera divorciada y bastante mayor que él.
Se habían conocido en la ciudad boliviana de Cochabamba, cuando el futuro escritor era un niño de nueve años y toda la familia vivía allí con el abuelo, cónsul de la ciudad. Mario era, según Julia, un niño ultramimado y ultraconsentido que nunca fue santo de su devoción. Después estuvieron 10 años sin verse. Hasta que un día de 1955 Mario Vargas Llosa, a la sazón un estudiante de Derecho de 19 años, se topó con ella en casa de sus tíos Lucho y Olga, en Lima. Julia, recién divorciada, se disponía a pasar una temporada con ellos. Era una mujer alta y atractiva, pero ni él reparó especialmente en ella, ni Julia vio en el joven estudiante otra cosa que al niño insoportable de sus recuerdos.
"Así que tú eres el hijito de Dorita, ¿ese chiquito llorón de Cochabamba?", le dijo por todo saludo. La cosa no mejoró durante la comida pero, a los postres, quizá para hacerse perdonar sus bromas, ella sugirió que algún día podrían ir al cine juntos. Casi sin darse cuenta, empezaron estas salidas inocentes que incluían largos paseos y que al principio no significaban nada para ellos. Un día, incluso, Mario olvidó que había quedado con ella, aunque para hacerse perdonar le mandaría un ramo de rosas rojas con una nota que decía: "Rendidas excusas".
Durante un tiempo, y una vez superadas las iniciales reticencias de ella, Mario y Julia disfrutaron de un amor tierno y secreto. Pero que nadie piense en el tópico del muchachito que despierta al amor en brazos de una mujer madura. Ella no era una joven inexperta, es cierto, pero él no era precisamente un niño en el terreno amoroso, y además tenía una cultura literaria tan grande, y una personalidad tan poderosa, que a veces se permitía jugar con Julia al profesor y la alumna, como una suerte de Pigmalión joven. Ella, por su parte, no se cansaba de escuchar hablar a su sobrino y asumió desde el principio que él llevara la voz cantante de la relación que, por otra parte, era casta y pura, como mandaban los cánones de la época y de la sociedad a la que pertenecían.

Descubiertos

Pero todo esto en secreto, porque al principio el suyo fue un romance clandestino, entre otras cosas porque ambos pensaron siempre que tendría fecha de caducidad. Entonces, cuando llevaban dos meses de romance oculto y emocionante, siempre con el temor de ser descubiertos por alguno de sus numerosos tíos o primos, hicieron su aparición los celos (de él) y la primera discusión de enamorados. ¿Qué hacía él con una señora que casi podría ser su madre? Se preguntó él. ¿Qué hacía ella con un hombre de 19 años? Reflexionó Julia.
Tras la pelea, los dos se dieron cuenta de que se querían más de lo que pensaban y siguieron con la relación, seguros ya de sus sentimientos. Y un día, no podía ser de otra manera, la familia los descubrió, y el escándalo fue mayúsculo. La tía Julia, por supuesto, pasó a ser para todos una especie de corruptora de menores y le echaron la culpa de haber provocado la situación, de haber empezado el romance. Los padres de él no podían estar más enfadados, y todos temían especialmente a Ernesto Vargas, que era conocido por su carácter irascible. Entonces a Mario Vargas Llosa se le ocurrió la solución perfecta: casarse a espaldas de la familia. Política de hechos consumados, le dicen. Una vez contrajeran matrimonio, nada ni nadie podría separarles.
El problema es que Mario, que entonces andaba por los 19 años -18 en la novela- era legalmente menor, pues en Perú, como en la España de la época, la mayoría de edad no se alcanzaba hasta los 21 años. A pesar de todo lo consiguieron, tras no pocas peripecias y unas cuantas oraciones de Julia a la beata Melchorita, oriunda del pueblo donde por fin se casaron, Grocio Prado. Nada, sin embargo, sería entonces como lo habían planeado, salvo la anticipada y emotiva noche de bodas.
La madre del futuro escritor reaccionó como hemos visto al principio de este reportaje; en cuanto al padre, llegó a exhibir un revólver y exigió que Julia abandonase Perú. Hizo llegar a su hijo una carta que decía exactamente así: "Mario: doy 48 horas de plazo para que esa mujer abandone el país. Si no lo hace, me encargaré yo, moviendo las influencias que haga falta, de hacerle pagar caro su audacia. En cuanto a ti, quiero que sepas que ando armado, que no permitiré que te burles de mí. Si no obedeces al pie de la letra y esa mujer no sale del país en el plazo indicado, te mataré de cinco balazos como a un perro, en plena calle".
Y Julia partió, claro. El matrimonio estuvo separado físicamente casi dos meses, transcurridos los cuales las cosas se apaciguaron y Mario logró que poco a poco todos aceptaran la relación. No fue fácil: hubo de demostrarle al padre que podía mantener un hogar (llegó a tener hasta siete trabajos a la vez) y además seguir con sus estudios. Todos en la familia tenían muchas expectativas puestas en él, pensaban que estaba destinado a algo grande y no podían consentir que una mujer diera al traste con sus sueños.

Divorcio

No sólo no fue así, sino que ella le ayudó a ser el escritor que siempre quiso ser, como reconocería él más adelante. Su unión duraría nueve años, pero, tanto en la novela La tía Julia y el escribidor como en las memorias que más tarde publicaría el futuro Nobel de literatura, tituladas El pez en el agua, Vargas Llosa se limita a contar cómo fueron esos comienzos y que un día el amor se acabó. El libro Amores contra el tiempo relata todo lo que vino después, para lo cual cuenta, entre otras cosas, con el inestimable testimonio de Julia Urquidi, que publicó su propia versión de los hechos en el libro Lo que Varguitas no dijo y dio varias entrevistas. Porque el matrimonio no se terminó porque ellos se llevaran mal, ni por la diferencia de edad, sino porque apareció una tercera en discordia: Patricia, sobrina de Julia y prima carnal de Mario Vargas Llosa.