Navengando la historia. En la primera mitad del siglo XX el servicio entre Barranquilla y Ciénaga era prestado por lanchas que partían del malecón Rodrigo de Bastidas, en la Intendencia fluvial, en horas nocturnas. Cruzaban, ronroneando pesadamente el motor, en un periplo de 8 horas pletórico de mosquitos, por un universo acuático de caños, esteros, ríos y ciénagas, arribando cuando clareaba el día a los muelles cienagueros, donde aguardaba el ferrocarril con sus pitidos largos de partida.
En 1956 se iniciaron las obras de construcción de la carretera entre Ciénaga y la ribera oriental del Río Magdalena (hoy Palermo), las cuales culminaron en 1960 dejando atrás las jornadas nocturnas de navegación. La nueva vía, con un trazado no precisamente técnico, taponaba corrientes de aguas con la consecuente mortandad posterior de la flora y la fauna, pero por lo menos suponía como ventaja un acortamiento sustancial del viaje, reduciéndolo a dos horas, con el agravante del trasbordo en el Río de los vehículos hacia su destino en Barranquilla. Fue allí donde apareció la solución de los ferries.
La empresa inicial que prestó este servicio de transporte fluvial fue la Marchena. Tenía unos pequeños ferries con un atracadero en el Terminal de Barranquilla, en el extremo de la dársena sur. Desde allí cruzaban el Magdalena hasta un muelle ubicado al interior del caño Clarín, en Los Cocos. Posteriormente, el Ministerio de Obras Publicas, a través de los Ferrocarriles Nacionales, ingresa a prestar el servicio con los ferries Magdalena, de 400 toneladas; Caribe, de 616; Atlántico, de 520, a los que se sumaría el Marchena, de 250.
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